Mourinho ganó como solo podía hacerlo. Un latigazo por la banda izquierda de Di María culminó en un testarazo a la red de Cristiano, al que pese al gol la cita le estaba viniendo grande. Así es como el Madrid había hecho peligro hasta entonces, rápido y a la contra, primario y muy impulsivo. Y así fue.
Mestalla volvió a ser más de dos décadas después el escenario de la final más cafeinada del planeta. No hay dos contrincantes más enconados y antagonistas que Barça y Madrid sobre el campo; tampoco dos aficiones más asimétricas para un pulso entre forzudos, ni una Suiza neutral para tirarse el pulso como lo fue Valencia, la única que de antemano se sabía gran triunfadora.
Para el Barcelona fue un sobresalto encontrarse de buenas a primeras con el aliento del Madrid en los morros. La línea de presión tan descarada que Mourinho ordenó fue una profunda cornada. Era, en toda regla, un desangre para el Barça, incapaz de taponarla. Intenso y emotivo, el Real se atrajo a sí mismo rescatando parte de esa filosofía a la que había renunciado para malestar público de sus históricos.
Fue otra vez un bloque sin fútbol, de puro músculo, con el cuchillo entre los dientes. Pero artísticamente afilado por Özil, hasta que de pura inercia negativa sin el balón terminó capitulando. Una apuesta más sofisticada que en la primera parte consiguió lo que casi nadie aún ha podido: silenciar la mejor sinfonía coral de la historia.
No hubo respuesta para los demarrajes de Ronaldo a la contra en un Barça cuyos rondos únicamente se hacían en campo propio, con Messi y Villa perdidos en trifulcas barriobajeras con los centrales. Era un buen amago de Mou, que maldijo su suerte cuando al borde del descanso a Pepe, su filón del centro del campo, la fortuna le negó un cabezazo con Pinto ya batido. La jugada se repetiría calcada en la prórroga con otros protagonistas.
El Real Madrid vencía entonces a los puntos; el Barcelona estaba lleno de banderillas. Un ciclo de la historia colgando de un hilo sujeto por Mourinho, el doctor House del fútbol, un magnético cínico que hace tiempo asomó como ese Panoramix capaz de dar con la fórmula para desarbolar al más irreductible de los imperios. Al Barcelona le ha vuelto a coger la medida.
El paso por los vestuarios revitalizó al Barça, que sudó para encontrar la profundidad que el Madrid le negaba. Tuvo personalidad para alzar la voz y que Messi e Iniesta dejaran ser meros convidados de piedra. Los blancos empezaron a correr detrás del balón sin orden ni concierto, el Madrid se salió del sitio y los rondos pasaron, entonces sí, al campo contrario. Volvía el auténtico Barça, al que el banderín le esquilmó un gol por fuera de juego. Volvía también el Madrid práctico, fiado ahora a Adebayor.
Cristiano, una vez más, desapareció en una cita de peso. En la mejor que tuvo se le hizo de noche al pisar área, lo que permitió a Alves borrarlo. Prometía el portugués, pero disimulaba en exceso que sería precisamente él quien decidiría el partido. El Barça, con Messi más sintonizado dentro de la resurrección, tampoco definió, lo que dio paso a un intercambio de golpes eléctricos, un guante mesiánico de Pinto y la reválida de la prórroga. Una segunda oportunidad que el Madrid de Mou no desaprovechó.
0 comentarios:
Publicar un comentario